martes, 6 de enero de 2009

LA PESTE EN LOS ALCORES DE EL VISSO (RELATO HISTÓRICO)

LA PESTE EN LOS ALCORES DE EL VISSO

Habiendo caminado muchas leguas a lomos de mi viejo jumento, divisé en la lontananza una fortaleza natural a la que llaman Alcores. Espoleé a mi pollino para arribar cuanto antes a mi destino. Acto seguido, tras dejar atrás una fértil vega inundada por los destellos áureos de los trigales y rociada por el fragante olor del tomillo y del romero, llegué a la villa de El Visso. Se trata de una villa pequeña, modesta y de corta vecindad, con calles algo torcidas y mal trazadas por lo barrancoso del terreno y casas encaladas de humilde edificio, a excepción del caserío de los Condes del Castellar y de otras casas de mayor enjundia situadas en las calles principales del pueblo. Este blanco inmaculado es enriquecido por el verdor de vides y olivos, así como por la fragancia de frutales regados por las acequias de majestuosas huertas.
Siguiendo las indicaciones de un humilde arriero, llegué a la plaza pública, lugar estratégico entre la Iglesia y la Casa Palacio de los Condes del Castellar, y donde estaban montando los tenderetes del mercado. Allí me dirigí a la Casa del Cabildo, donde me recibió afectuosamente el Alcalde Mayor de la villa, un anciano de elevada estatura, nariz prominente, cabellera cubierta por una ligera capa de nieve, ojos saltones y una elegante indumentaria de color negro.

- ¡Bienvenido sea vuesa merced, doctor don Alonso Pérez! Esperábamos con impaciencia su llegada, pues tras el fallecimiento de nuestro médico don Juan de los Santos, que en paz descanse, esta villa está desamparada.
- Muchas gracias, señor Alcalde.
- El concejo recibió hace varias semanas una carta de nuestro señor Conde aconsejando vuestros servicios y raudos y veloces mandamos a nuestros emisarios para contestarle afirmativamente y darle las gracias por su generosidad.
- Así fue, señor Alcalde. Una vez llegaron los emisarios a Castellar de la Frontera, nuestro querido conde don Miguel me dio su bendición y ordenó a su mayordomo que llenase mis alforjas de las viandas y pertrechos necesarios para el largo viaje. Monté en mi jumento y, tras despedirme de mi anciana madre y de las recias murallas de mi villa natal, me dirigí lo más rápido posible hacia El Visso.
- Espero, sinceramente, que su estancia en esta humilde villa sea satisfactoria.
- Estoy seguro, señor Alcalde. De gente bien nacida es agradecer los beneficios que reciben, por lo que espero estar a la altura de mi nuevo cargo como médico de esta villa.

Tras esta breve conversación, el Alcalde Mayor ordenó a un flacucho jovenzuelo que me acompañara a una casa en la cercana calle de Pedro Miguel, la cual sería de ahora en adelante mi nuevo hogar y mi lugar de trabajo.
El huesudo muchacho cogió las riendas de mi asno, que estaba tranquilamente pastando en las caballerizas de la Casa Consistorial, y salimos a la Plaza Pública o Plaza de la Fuente, denominada así por estar ubicada en sus inmediaciones una fuente de la que brotaba gran cantidad de agua cristalina. La citada Plaza, hace escasos momentos semidesierta, estaba repleta de gran cantidad de gente de todo tipo (señoras de mediana edad, ancianas recoveras, pilluelos sucios y harapientos, jóvenes lacayos, esclavos de piel morena,…) que pululaban por los tenderetes del mercado. Éste, de periodicidad semanal, estaba bien abastecido de alimentos (frutas, espárragos, cardos, palmitos, aceite, aceitunas, hogazas de pan,…), bebidas (vino y aguardiente locales), telas y gran variedad de baratijas (espejos, collares y pulseras de bisutería, cepillos,…). También en la Plaza existía una carnicería, arrendada por el Concejo a un particular, que surtía diariamente a los lugareños de carne de conejo, de ternera, de cerdo y de pollo, así como de pescado los días de Cuaresma.
Una vez que atravesamos la Plaza ascendimos por la empinada y serpenteante calle de Pedro Miguel, donde se encontraba situada una pequeña Capilla y un horno de cocer pan, ambas propiedades del Conde del Castellar. Jadeantes, llegamos al lugar de destino; se trataba de una casa modesta de encaladas paredes con zaguán, dos salas con ventanucos a la calle (una servía de alcoba y otra de consulta), patio descubierto con macetas, cocina, cuadra y corral con un pozo y una vieja escalera de madera para subir al soberao. Allí me recibió una venerable anciana, totalmente enlutada y con un pañuelo que apenas dejaba entrever sus cabellos grises, que se ocuparía de las tareas de la casa.
Tras descansar un buen rato y refrescar mi sedienta garganta con agua fresca de pozo, recibí la visita del párroco, don Antonio Jiménez, el cual, tras recibir mi beso en su reluciente anillo, me informó detalladamente de las andanzas y desventuras de los lugareños y me invitó a acompañarle a yantar en el Convento del Corpus Christi, pues los frailes mercedarios tenían importantes y trágicas noticias que comunicar. En un santiamén llegamos al citado convento de la joven Orden de los Mercedarios Descalzos, pues está situado a tiro de piedra de mi humilde residencia. El Convento, coronado por una bella espadaña que rasga el manto azul del cielo, es un edificio religioso rectangular de buenas hechuras, situado entre el Palacio y la pequeña huerta de la citada casa conventual, al que accedimos a través de una puerta coronada por un tímpano semicircular bañado por azulejos planos, en color azul sobre fondo blanco, que representa al principal patrono de la villa, San Pedro Nolasco, en la ardua tarea de redimir cautivos. Tras atravesar un zaguán y un portalón de madera con lacería morisca, accedimos directamente al claustro con pilares dóricos y arcos de medio punto algo rebajados, en torno al cual se distribuían las distintas dependencias (Refectorio, cocina, despensa, cuarto de Prelados, hostelería, sala capitular,…). Muchos detalles del convento me recordaron al del desierto de la Almorayma en mi villa natal, también sufragado e impulsado por la santísima Condesa del Castellar y Duquesa de Ribas, que en paz descanse, doña Beatriz Ramírez de Mendoza, abuela paterna de nuestro querido señor. Especialmente significativa es la semejanza de las espadañas y de los claustros.
El claustro conventual, lugar de reflexión y sosiego, sirvió de escenario improvisado para conocer a las principales autoridades de la villa, por lo que deduje que los temas a tratar deberían ser de suma importancia. El prelado de la congregación, Fray Luis de Jesús María, nos invitó a pasar al refectorio para yantar y debatir noticias frescas recién llegadas de la vecina villa de Mayrena. Impaciente por conocer la misteriosa noticia, apenas probé bocado, a pesar de los excelentes platos que llenaban las mesas del refectorio (sopa, capón asado, pan de trigo y frutas frescas, todo ello regado por un vino de muy buena calidad, reservado para las mejores ocasiones). Sólo una docena de frailes yantaban con nosotros, pues otros, en acto de penitencia, comían pan y agua en el suelo. Tras haber yantado y reconfortadas nuestras almas por las lecturas bíblicas del venerable anciano, Fray Alonso de Jesús, el prelado informó a los presentes que el párroco de Santa María del Alcor de la vecina villa de Mayrena le había comunicado mediante carta que dos mercaderes que habían acudido a la feria de Mayrena desde Zafra habían muerto trágicamente tras una terrible enfermedad, y que el galeno local había diagnosticado peste negra. Los lamentos de los presentes fueron estremecedores. Pensé que Dios Todopoderoso me mandaba una dura prueba, pues sin duda los Jinetes del Apocalipsis no tardarían en llegar a esta bendita tierra de María.
Terriblemente preocupado me retiré a rezar a la capilla conventual, una bella construcción de una sola nave con bóveda de cañón con lunetos, y con un presbiterio cubierto con una espectacular cúpula de media naranja y presidido por un modesto retablo de yesería, donde destacaban una pequeña imagen de la Virgen de la Merced y el Cristo de la Misericordia, prácticamente idéntico al del convento de Castellar de la Frontera, pues ambos fueron regalos de la Condesa del Castellar, doña Beatriz Ramírez de Mendoza, a los frailes fundadores de sendos edificios conventuales.
Pasaron varias jornadas sin ninguna novedad, por lo que seguía con mis quehaceres diarios y rutinarios, no obstante mi tranquilidad duró poco, pues la epidemia de peste se propagó por Sevilla en febrero del año 1647 causando miles de muertes y terriblemente llegó a El Visso.
La sintomatología de los primeros casos no dejaba lugar a dudas: período de incubación de dos a ocho días, pasado el cual se presentaba bruscamente la enfermedad con fiebre muy alta, escalofríos, sed intensa, náuseas y agotamiento. Se trataba sin duda del tipo de peste conocida como bubónica, ya que a los enfermos les aparecían bulbos o bubones en los ganglios (axilas, ingles y cuello), muy dolorosos y que llegan a ulcerarse, con necrosis abundantes y hemorragias.
Mis conocimientos médicos adquiridos en la Universidad de Osuna poco podían hacer para evitar la epidemia. Únicamente me quedaba por realizar el protocolo tradicional en estos casos, o sea, confinar a los enfermos en un lugar apartado, quemar a los fallecidos o enterrarlos en fosas comunes bajo gruesas capas de tierra y de cal viva, tratar de eliminar el mayor número de ratas y pulgas (causantes de la propagación de la peste), animar a los lugareños a mejorar su higiene (aunque no hacían el más mínimo caso a mis consejos, pues pensaban que no lavarse era señal inequívoca de ser cristianos viejos),…Por consiguiente, el destino de los vecinos de El Visso no estaba tanto en mis manos, como en las de la Santísima Trinidad.
Las calles de esta pequeña villa del Reino de Sevilla conformaban un espectáculo dantesco. Las bestias deambulaban por las calles a su libre albedrío, los buitres oscurecían el cielo, las aguas sucias y pestilentes formaban riachuelos intermitentes, los encapuchados alguaciles arrojaban a las destartaladas carretas los descompuestos cadáveres, el olor a carne quemada se difundía con celeridad, los lamentos se escuchaban por doquier, los harapientos huérfanos mendigaban por las calles o realizaban hurtos en las casas abandonadas,…
Los escasos lugareños que permanecieron en sus hogares (la mayoría se habían refugiado en huertos y cortijos) decidieron en concejo abierto, con el apoyo del párroco y de los alcaldes mayores, sacar en procesión a San Sebastián, santo protector contra la peste y el patrón más popular. El prelado del Convento, Fray Luis de Jesús María, aceptó a regañadientes ante el clamor popular, pues hubiera preferido que el elegido fuera San Pedro Nolasco, principal patrono de la villa tras la llegada de los primeros frailes mercedarios hacia 1604.
Los preparativos se realizaron con rapidez y esa misma noche, ante la atenta mirada de un cielo estrellado y una luminosa luna, los visueños sacaron en procesión a la pequeña imagen de San Sebastián, que como manda la iconografía tradicional está atado a un árbol recibiendo un sinfín de mortíferas flechas. Una larga fila de penitentes descalzos con sus cirios encendidos precedía a la figura del santo, llevado a hombros por forzudos mozos. A continuación, pasamos las principales autoridades y dignidades, con nuestras mejores galas (sombrero de ala ancha, indumentaria de color negro, elegante golilla y botas altas de piel). Por doquier, varios mozalbetes embriagaban a los presentes con incienso. La comitiva era cerrada por un grupo de mujeres encapuchadas que arrastraban con dificultad sus castigados pies a causa de los pesados grilletes y de varios frailes que mortificaban con toda crudeza sus menudos cuerpos (unos azotaban sus espaldas con tanta fuerza y cólera santa, que bañados en sangre, causaban a los demás mucho dolor y compasión; otros, en cambio, bajo su típica indumentaria blanca escondían ásperos cilicios de hierro, que dejaba un macabro reguero de sudor y sangre). El silencio era estremecedor, sólo interrumpido por el sonido de los grilletes, el crujido de las disciplinas en las duras espaldas de los frailes y por las oraciones y cánticos en latín de nuestro admirado párroco. Este acto de sincera devoción a San Sebastián dio sus frutos, pues desde la mañana siguiente, de forma milagrosa, empezaron a remitir los casos. Todo el pueblo, enormemente agradecido a su santo patrón, acudió en masa a su ermita y rezó con sentidas lágrimas en el cementerio colindante.
Gracias a San Sebastián y al manto protector de Santa María del Alcor, patrona de esta villa, sólo hubo una veintena de muertos a causa de esa terrible epidemia de peste negra. El Maligno volverá a enviar en el futuro nuevas plagas, pero espero que los santos del cielo guíen mis inexpertas manos para auxiliar lo antes posible a mis vecinos. No obstante, sólo el destino será dueño y señor de nuestro futuro, y espero estar muchos años en esta bendita tierra de María para contarlo.

MEJOR RELATO LOCAL PREMIOS ULISES 2006
MARCO ANTONIO CAMPILLO DE LOS SANTOS