martes, 16 de septiembre de 2008

RELATO HISTÓRICO (PREMIO AUTOR LOCAL XI CERTAMEN "ULISES")

DE CÓMO DON QUIJOTE SOLUCIONÓ EL PLEITO DE LA GALLINA
EN LA VILLA DEL VISSO.


Habiendo caminado muchas leguas Don Quijote y Sancho Panza pensaron detenerse en una encrucijada de caminos, toda recubierta de frondosos árboles. Así lo hicieron, y, mientras yantaban, parlaron un poco acerca de una serie de menudeces.
- Señor, dijo Sancho Panza, creo que vuestra merced está bien servido, por lo que debe darme agora mismo el gobierno de la ínsula que en numerosas pendencias he ganado; que por grande que sea, me siento con fuerzas de gobernarla mucho mejor que la última vez.
- Advertir, querido Sancho, que aventuras se presentarán más adelante, donde os pueda hacer por lo menos gobernador.
Agradecióselo mucho Sancho, y besándole la mano, le ayudó a montar sobre el famélico Rocinante; y él mismo subió sobre su asno y comenzó a seguir a su amo, que a trote y sin hablar más sobre el asunto, se dirigía hacia un cotarrito que a lo lejos divisaba, al que llaman Alcores.
Poco después, tras dejar una fértil vega inundada por los destellos áureos del trigo, llegaron a una pequeña villa del Reino de Sevilla, conocida como El Visso. Es una población pequeña y modesta, pero el incansable trajín de sus habitantes le da un sello particular. Como botón de muestra, hemos de decir que al bueno de Sancho nada más entrar en dicha tierra le vendieron media docena de huevos, tres hogazas de pan de excelente calidad y espárragos de magnífico porte.
Se trata de una villa señorial de calles algo torcidas por lo barrancoso del terreno y con casas encaladas de humilde edificio. Este blanco inmaculado es enriquecido por el verdor de vides y olivos, por la fragancia de frutales refrescados por fuentes de agua de mucho regalo y por el resplandor áureo de los trigales.
Un grupo de chiquillos sucios y harapientos se arremolinaron en torno a los dos extraños visitantes y empezaron a burlarse de la indumentaria del hidalgo manchego.
- ¡ Mentecatos!– gritó El Caballero de la Triste Figura. Dejadme paso, o mi invencible brazo os dará a cada uno los azotes que sin duda os merecéis.
El griterío atrajo al cura del pueblo, el cual al reconocer a Don Quijote y Sancho por haber leído los famosos libros de Miguel de Cervantes, impidió que los jovenzuelos apedrearan a dicha pareja sin parangón.
El cura, llamado Don Sebastián Pérez, era un humilde sacerdote rural que había abrazado el sacerdocio para huir de la pobreza. Su porte era arrogante, aunque su cara bondadosa, no era muy crecido y podría pasar por pariente de Sancho Panza por su voluminoso cuerpo; tampoco era muy joven, pues estaba cercano a la senectud, pero era ligero de pies y las nieves apenas habían cubierto su cabellera.
El párroco acompañó a nuestros amigos hacia la iglesia, cuya advocación es Santa María del Alcor, pues era el lugar apropiado para parlar sin ser molestados por el vulgo.
El aspecto exterior sobrio, aunque elegante, del edificio, es roto por un bello campanario, situado en los pies de la nave principal. Debajo de la torre estaba la entrada principal al templo.
Don Quijote calculó que dicho edificio debía tener, por sus trazas, unos 150 años; o sea, que se construyó hacia finales de la centuria de 1400 de Nuestro Señor Jesucristo.
El interior era corto, aunque lo suficientemente amplio para albergar a los fieles de una villa pequeña de unos 700 vecinos. Su planta es de tres naves, siendo la central de mayor anchura que las laterales. La nave principal conducía a un coqueto retablo de hechuras clásicas realizado hacia 1577, el cual estaba formado por tres tableros en su banco, el central con el nombre del fundador de la capilla, el de la derecha con una pintura de San Juan Bautista y el de la izquierda con otra de San Juan Evangelista.
El cuerpo del altar estaba cubierto por otras pinturas; la central representaba a la Inmaculada Concepción; la de la derecha a Santa Ana, la Virgen y Jesús; y la de la izquierda a San Francisco recibiendo las llagas. El retablo quedaba rematado por la imagen tallada de un Cristo de palmo y medio de alto.
La bóveda central estaba decorada con las armas de los señores de la villa, los Arias de Saavedra, apareciendo los anillos concéntricos de ésta pintados de azul. Del centro colgaba una gran lámpara de aceite de latón que ardía en las grandes solemnidades.
Los numerosos cirios y velas, repartidos por todo el templo, iluminaban suficientemente las paredes (decoradas con unas interesantes pinturas), el retablo y las sepulturas de los condes, los únicos que tenían el privilegio de recibir el descanso eterno en la Capilla Mayor, ya que los pecheros solían ser enterrados en las inmediaciones del recinto sagrado.

- Interesante iglesia para tal modesta villa - advirtió El Caballero de la Triste Figura.
- A quién Dios se la dio, San Pedro se la bendiga - dijo el bueno de Sancho.
- No nos podemos quejar, pues nuestros patronos realizan muchos esfuerzos por mejorarla. Además esta iglesia parroquial es especial porque el Papa Pío V le concedió en 1572 un jubileo perpetuo, a celebrar el 25 de marzo, en agradecimiento a la destacada participación que nuestro querido señor Fernando Arias de Saavedra, IV Conde del Castellar, que en paz descanse, junto a un grupo de notables visueños, tuvieron en la batalla de Lepanto. En esta famosa batalla naval, la Santa Cruz se impuso a esos perros turcos, gracias a la protección de la Inmaculada.
- De gente bien nacida es agradecer los beneficios que reciben- dijo el fiel escudero.
- Mi buen amigo, Miguel de Cervantes, también luchó en tan singular batalla, quedando lisiado en su brazo izquierdo por la herida producida por un arcabuz. Muchas veces me ha contado el gran arrojo que demostró en la batalla don Fernando Arias de Saavedra, junto a sus vasallos, obedeciendo a rajatabla las certeras órdenes de don Juan de Austria – comentó Don Quijote.
- Celebro que vuesa merced conozca las hazañas de mi señor, que en gloria esté. Considero que mi joven conde y su augusta y santa madre tendrán un gran interés en conoceros, por lo que os conduciré a su mansión palaciega, que desde aquí se divisa.
- Así sea, contestó Don Quijote.

Nuestros tres amigos salieron de la iglesia, atravesaron la Plaza Mayor y llegaron a la mansión palaciega del señor territorial y jurisdiccional de la villa. Se trataba de una Casa- Palacio de tipo rural de dos plantas de altura, adosada a una torrecilla que servía de cabecera a un pilar donde corría un agua limpia, fresca y transparente. La cubierta es a dos aguas de teja árabe, con la puerta principal algo saliente, con predominio del blanco en las fachadas,... Su silueta majestuosa, en contraste con el humilde edificio de las casas de los lugareños, junto a la angostura que le daba a la calle donde se estaba construyendo un convento de los mercedarios descalzos, imprimía al sector una belleza digna de ser inmortalizada por un pintor de la Corte.
Don Quijote, Sancho y el cura atravesaron dos patios y arribaron a la estancia donde estaba el joven conde, junto a su madre (doña Beatriz Ramírez de Mendoza), su prometida (su prima Francisca de Ulloa Saavedra) y su hermano Baltasar.
El caballero de la Triste Figura besó las manos de las damas y endulzó sus oídos con los siguientes halagos:
- He recorrido muchas leguas en mi corcel Rocinante, pero jamás vi en estas tierras de su majestad Felipe III a damas de tanta belleza y elegancia, sólo comparables a la sin par Dulcinea del Toboso.
Sin duda, el bueno de Alonso Quijano estaba en lo cierto en cuanto a la fermosura de la joven Francisca de Ulloa, una linda niña de doce años de tez blanca, cabello rubio y ojos azules; sin embargo, la condesa del Castellar y duquesa de Rivas no le iba a la par. Era una mujer de 50 años, menuda de cuerpo, cabello blanquecino, nariz aguileña,... Su aspecto era sobrio, ya que vestía totalmente de negro (en honor a su esposo, fallecido en 1594, hace doce años), pero denotaba ser una mujer de fuerte carácter.

- Muchas gracias por tales cumplidos, flor de la caballería andante – dijo la señora condesa. Hasta estas tierras alcoreñas ha llegado la fama de los numerosos entuertos que ha deshecho su merced. Es un honor que descanséis vuestros fatigados huesos en esta humilde morada, no lo suficientemente digna para el caballero más famoso que nos ha dado España desde tiempos del Cid Campeador.
- Vuestro castillo, con sus impresionantes almenas, su hermosa torre del homenaje y su gran puente levadizo, no tiene que envidiarle a ninguno que mis cansados ojos hayan visto – contestó, falto de lucidez, Don Quijote.
- Mi señor, intervino Sancho, que no se trata de un castillo, sino de una casa- palacio.
- Querido Sancho, sin duda, algún genio enemigo os ha encantado para quitarle mérito a mis hazañas, haciéndote ver mansión donde hay un castillo.
- Así puede ser, pues mis bisabuelos construyeron un magnífico castillo, pero nuestros sentidos nos hacen ver una simple casa solariega – dijo burlonamente Gaspar Juan, V Conde del Castellar.

El conde era un muchacho de trece años de aspecto débil y enfermizo, aunque parecía un joven despierto e inteligente. Su tez pálida estaba flanqueada por cabellos lacios y largos color azabache. Había heredado de su madre la nariz aguileña. No era muy alto, pero su cuerpo estaba bien proporcionado. Estaba vestido elegantemente con un jubón y calzón negros(que contrastaban con la blancura de su piel, típica de un noble), una espada con las armas de su familia y una elegante golilla; pues era domingo, y la ocasión lo merecía.
Su hermano, Baltasar, era sólo un año menor. Su fisionomía era todavía más débil, y los médicos no le auguraban un futuro muy prometedor. Era de elevada estatura para su corta edad, pero su aspecto huesudo y enfermizo no era un regalo para la vista. Tampoco parecía muy despierto, y siempre permanecía a la sombra de su augusta madre y de su hermano.
Nuestros amigos acompañaron a la familia condal al convento contiguo para escuchar la misa dominical. La condesa estaba muy orgullosa de las obras de construcción del convento de Corpus Christi de la orden de los mercedarios descalzos, el cual había sufragado, junto al de Castellar de la Frontera en el desierto de la Almorayma. Las obras comenzaron hace dos años, en 1604, por lo que estaba construido sólo el primer cuerpo del edificio, dónde se colocó provisionalmente la Iglesia y la Sacristía. Las imágenes más destacadas y de mayor devoción popular eran, sin duda, un Crucifixo que la condesa había regalado desde Madrid y conocido como Cristo de la Misericordia, cuya imagen, perteneciente a la Cofradía de Jesús Nazareno, procesionaba el Viernes Santo de cada año a punto de amanecer; y una imagen muy antigua de nuestra Señora, de talla entera, de hasta dos tercias de largo.
Una vez terminada la misa, el joven conde invitó al caballero manchego a una cacería en el lugar de Alcaudete. Ambos, montados en sus respectivas caballerías, junto a dos mozos, llegaron rápidamente al lugar en cuestión. Se trataba de un paraje paradisiaco, repleto de frondosos árboles y regado por un agua limpia y transparente, que discurría por unas atarjeas que alimentaban a unos antiquísimos molinos. No es de extrañar que Santa María del Alcor escogiese dicho sitio para edificar su ermita.
El conde soltó al aire a un halcón peregrino, cuyo cuerpo firme, poderoso y ahusado está adaptado para el perfecto dominio del aire. Se elevó con celeridad y se lanzó sobre una desdichada paloma casi verticalmente con las alas plegadas; atacó a su presa con el viento en contra, por lo que la agarró en el aire cayendo a tierra para rematarla.
Una vez cansados, y con abundantes aves y conejos, cazados con rapaz o a ballesta, nuestros protagonistas regresaron a la villa.
Al llegar a la altura de la Plaza Mayor, vieron que se estaba celebrando en ella un multitudinario concejo. Ante el fervor de los vecinos, el Cabildo pedía a la señora Condesa (el Conde era todavía menor de edad) que redujese el tributo de las gallinas a una por estar muy necesitados. La petición fue denegada por los representantes de la condesa.
Una humilde anciana pidió la ayuda de don Quijote, a lo que éste contestó:
- Es mi deber como caballero andante deshacer entuertos y defender a los débiles y oprimidos, aunque sea a costa de los intereses de mis amigos los condes.
- No se meta, mi señor – dijo Sancho. No ande buscando los tres pies al gato, que una golondrina sola no hace verano.
- Tú, no entiendes los altos designios de la caballería andante, por lo que métete en tus asuntos y deja de beber vino de esa bota. Además, he de decirte, fiel escudero, que cada uno es hijo de sus obras, y este pleito parece ser una justa causa.
- Verdaderamente, no es un asunto en el cual vuesa merced deba intervenir, aunque si le place intervenga, mi condal persona no tiene nada que temer – dijo burlonamente el conde.
- Debo ser el paladín de esta justa causa, por lo que reto a un duelo al caballero que vos elijáis en defensa de los intereses de vuestra santa familia- contestó don Quijote.
- Así sea, pero si perdéis, mis vasallos me entregarán un real más año por familia, además de las dos tradicionales gallinas.

Los vecinos en concejo abierto ratificaron dicho acuerdo, pues aunque no confiaban demasiado en las fuerzas del extraño forastero, su situación era desesperada y debían intentarlo. Además, confiaban en algún milagro de Santa María del Alcor, a la que todos eran muy devotos.
A la señora condesa no le gustó el trato y reprendió en privado a su imprudente hijo; sin embargo, no quiso desautorizarlo, por lo que no tuvo más remedio que asentir.
El combate se celebraría a la mañana siguiente, por lo que Don Quijote, en compañía de su escudero, se fue a velar armas a la Peña del Águila, mojón que separaba a la villa del Visso de la de Mayrena, y desde la cual se divisaba el mar de la vega y la hermosa ermita de Santa Lucía, con sus tracerías góticas y su pequeño acueducto.
- ¡ Oh, colosal peña!. Los lugareños me han hablado de tus antiquísimos poderes mágicos, por lo que espero recibir tu protección para vencer mañana en tan singular batalla y para ser digno de la fermosura de Dulcinea del Toboso.

El Caballero de la Triste Figura pasó toda la noche en vela, mientras Sancho daba atronadores ronquidos, dignos de pasar por los rugidos de un león.
Una vez despierto el bueno de Sancho, ayudó a su amo a ponerse la armadura y a montar sobre Rocinante. Ambos, montados en sus respectivas monturas, se dirigieron a la Plaza Mayor de la villa, lugar donde se iba a celebrar el torneo. Dicho lugar estaba engalanado para la ocasión.
El rival de Don Quijote era un caballero alto y fuerte, envuelto en una cegadora armadura negra.
- Con la protección de mi amada, la sin par Dulcinea del Toboso, venceré a este gigante de tres cabezas – gritó Don Quijote ante el estupor de los lugareños.

El joven Conde dio la orden de salida, por lo que ambos caballeros apretaron reciamente sus espuelas y se dirigieron en dirección del adversario, lanza en mano.
El caballero de la armadura negra iba a arremeter con todas sus fuerzas contra Don Quijote, pero los designios del destino determinaron que su corcel tropezara en el mismo momento del choque, por lo que al perder ligeramente el equilibrio, dio bruces contra el suelo al recibir el impacto de la lanza enemiga. El caballero de la Triste Figura aprovechó que su adversario estaba aturdido en el suelo para ponerle su espada en el cuello y ordenarle que se rindiera. El vencido así lo hizo, ante el júbilo y alegría de los visueños.
La condesa, en representación de su hijo, tuvo que decir a regañadientes que desde ese momento el tributo quedaba reducido a una gallina.
El joven conde se quedó sin palabras y abandonó rápidamente el lugar, mientras recibía la inquisitorial mirada de su madre.
Don Quijote decidió que era el momento de partir en busca de nuevas aventuras, por lo que ordenó a Sancho Panza que montara en su jumento.
Los lugareños vitorearon a su héroe, mientras vieron perder su singular figura en el horizonte.
Desde ese día, la Peña del Águila fue conocida como la Piedra del Gallo, para que las generaciones venideras recordaran que en dicho lugar el caballero Don Quijote de la Mancha veló armas la noche anterior al combate que solucionaría el pleito de las gallinas.

MARCO ANTONIO CAMPILLO DE LOS SANTOS